miércoles, julio 16, 2008

Sueños de papas

Cuando nací, hace ya mucho, mi padre me arropaba en una cama que no era muy blanda pero que con un poco de ingenio hacia del curtido y viejo colchón una cama de espuma; yacía a lado de la cama de plaza y media donde mis padres dormían. El techo era de cañas donde descansaban 4 planchas de esteras protegidas por un pliego de plástico azul, sostenidas por 6 ladrillos para que el aire no se lo llevase y mi pequeña casita se convierta en una coladora para la lluvia en invierno.
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Las paredes eran bloques de adobes que se confundían con los ladrillos que ocupan el lugar de los bloques de barro y cal; clavos y alcayatas era improvisados percheros que se venían abajo por el peso de la ropa y el desmoronamiento de la pared; en una esquina dividida con una suerte de cortina con el mismo plástico del techo estaba el baño, alguna silla servía para poner la ropa tras la escasez de cajones y algunas cajas donde se guardaba la ropa de “domingo”, yo era muy chico aún y mi madre sin embargo me daba junto con mi viejo ese calor que hacia imperceptible el frío inclemente que se colaba por el techo.
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Nace mi segunda hermana y Dios decidió que su angelito no podía vivir en ese pequeño cuartillo, así que decidió llevársela veinte días después.
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Tras esa terrible perdida mi madre no quiso regresar a esa casa y un tiempo después me halle en una en un segundo piso, una gran sala en la que podía jugar pero que en su soledad y tristeza me hallaba sin muebles, una gran mesa de comedor, un armario amarillo de madera aglomerada y las mismas sillas me hacían compañía; mi padre encontró un nuevo trabajo y mejoramos considerablemente, ahora si teníamos dos roperos, uno para mis padres y otro para mi y mi nueva hermanita; como todo niño hasta los juguetes mejoraron, tuve mi primer perro y una cama propia; mi tío me regalo un triciclo con un asiento trasero para llevar a mi hermana, teníamos un tercer piso en construcción donde habitaba mi perro, todo el espacio para mi y mis travesuras, un balcón que daba hacia un mercado, un balcón donde vi por primera vez a un joven político que llegó a ser presidente y que yo en mi inocencia lo imitaba robándole una sonrisa a mi madre, un balcón donde veía a mi padre a lo lejos llegar en su wolsvagen azul o todo un panorama de viviendas que invadían los cerros aledaños de aquel lugar llamado La Campiña.
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Un tiempo después nos fuimos a una casa cerca a un malecón, esa casa que tenia un techo de esteras como la primera, pero que con otro poco de ingenio se le aplico porciones grandes de barro, mi madre y mi tía artesanalmente confeccionaban una inmensa manta de yute y pabilo, convirtieron lo que había sido unos sacos de papas en inmensos telares para que cubrieran las mal aspectosas vigas y esteras.
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Viví 16 años en esa casa, fue dándose ciertas modificaciones como un altillo que se convirtió en un dormitorio, tuvimos que romper la pared para adquirir una habitación que abandonaron y que se entraba por un callejón aledaño, recuerdos como los tres días enteros esperando que el piso del baño secara por el cemento fresco que le había puesto mi abuelito materno, días cuando con mi abuelito paterno colocábamos la mayólica en la cocina, o con mi viejo cuando armaba una red de electrificación para los cuartos, riquísimos almuerzos en familia, cumpleaños felices, años nuevos, navidades, mis 18 años, la misma noche que mi padre me dijo que se iba, las discusiones con mi madre, la gente del barrio, mis lunas rotas de tanto jugar pelota, los planes de mi madre por ampliar la cocina, de techar la casa, contemplar el corretear de los pericotes, juguetear con mi nueva perrita, hacerla renegar, mordisqueando las almohadas, romper los floreros, hasta su deceso; días en que llore por alguien, días en que avergoncé a mi familia, días tristes, días alegres, el día en que mi viejo viajo para no saber cuando regresar.
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16 años pasaron y mi nueva casa tenia ahora una cochera, jardín delantero y un jardín al fondo, insistimos en otro perro, una sala de parquet y ahora si un techo de cemento, ya teníamos sillones y cama propia, una cocina espaciosa, una lavandería y un baño algo grande que mis amigos de la universidad la bautizaron como “la sala”, mi viejo que a la distancia enamoraba a mi madre con la idea de tener una casa propia, se apoyaba en nosotros para convencerla.
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Nos sumergimos en una búsqueda exhaustiva de casas quizás con la premisa de que ya estábamos grandes y pues el espacio nos quedaba chico, desperdiciamos varias ofertas de casas en buen estado, a precios módicos, con closet y demás, ante la amenaza de la dueña en apresurarnos en desalojar su casa, nos ubicamos en una casa que resulto ser más pequeña de lo normal, tras de las distintas impertinencias y constantes observaciones por “dañar” su ornato, decidimos al año irnos y seguir buscando.
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Una casa más espaciosa con closet, cuarto de servicio, dos baños, una sala grande, una cocina como le gustaba a mi mamá y la necesaria idea de abandonar a mi hermana, que ya era una señorita en su cuarto propio nos engatusó y nos quedamos 5 años. La idea de tener nuestra casita estaba cerca, mi padre por teléfono nos animaba a seguir soñando.
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El sueño de mis padres se volvió realidad el 7 de julio y aunque la casa es propia la alegría es a medias, porque el otro protagonista de los sueños aún se mantiene distante de su propio sueño, aunque ahora si, podremos esperar... un poco más, en un lugar fijo.